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PRÓLOGO
Las
escalinatas de piedra con simetría irrepetible se pierden
por el callejón. Una mujer se recuesta a lo lejos en el umbral
acariciando al chiquillo. Cuelgan chorizos, pimientos... El olor
en blanco y negro, a veces ocre, se pierde en los ya viejos balcones
de madera. El viejo eriza sus solapas en aquella "dicen que
fue" la gran nevada, sí, cuando los chuzos aún
caían de punta en Karranzairu. En el paseo de los mancos
se cimbrean las mozas a la espera del tranvía. Unos muchachos,
casi niños, recogen apresuradamente las colillas y lían
el primer cigarro. Las abuelas tejen y pespuntean rumores. Voces,
intersección de sueños que vagan y "jironean"
historias en la vieja fotografía. El "Petty Palais",
la "Tuta de Riancho", el circo pezón, el puente
del Chepa, el estanco de Tasio, la "Jardinera"... yacen
ahí olvidados desprotegidos. Desaparecidos de la memoria.
Hubo
un tiempo en que los muertos tenían nombre. Un tiempo de
esquilas, con olor a puerro, sopa de ajo, huevo frito. Las gentes,
sí, esas que "cantan y sueñan" tejían
la sencilla trama de sus vidas bajo el arrullo incierto de las sirenas,
augurando con sus consejas el espejismo del mar. Y de sus manos,
bajo un cielo gris, plomizo, nacía el sudor de sus hombres,
el poro de una tierra que, balbuceante, se entrega a la esperanza.
Y sabían, ya no podían engañarse, que el mar,
no existía, y que la tierra, su tierra, ya no sería
de sus hijos.
Son los hombres y mujeres que palmo a palmo,
desde la entraña inventaron el recuerdo de un pueblo que
nunca existió. Arcilla de nostalgias y deseos, que, convertida
en placenta, acoge al inquieto siglo XX que mordisquea sus lindes.
Barakaldo
nace de la simbiosis de un sueño. Pueblo esculpido con prisa,
a golpe de escalofrío. Con calles que se detienen bruscamente,
buscándose incansables para terminar cortadas o perdidas
en absurdos laberintos. Con plazas que, de pronto, se detienen atónitas
preguntándose qué centro, y la historia de quien conmemoran.
Pero Barakaldo, marino que mordidas sus raíces pierde el
mar, encalla, y es padre, madre, hermano, engendrado en sí
mismo en convulsión irrefrenable. Buscando su identidad,
y pierde la memoria. Sólo la leyenda puede entonces rellenar
los huecos del olvido.
Carlos
Ibáñez es la voz que reúne los fragmentos de
memoria. La palabra que restituye el verbo perdido en el pasado.
Su vocación de poeta le lleva a evocar el trasfondo mítico
de un Barakaldo prometeico anclado para siempre en los límites
de su propia identidad. No es Carlos Ibáñez un "escribidor",
como se calificaba en Historias de un pueblo. Barakaldo,
sino la memoria que escribe al dictado del corazón. Es el
hombre que escucha del rumor, la anécdota de la historia,
los pequeños silencios lejanos... Historias gráficas
de un pueblo. Barakaldo surge con la sola pretensión
de que la historia nazca finalmente del silencio. Sólo el
testimonio mudo puede recuperar la identidad de ese pueblo desconocido,
Barakaldo. El escritor cede la palabra al silencio. Escuchemos...
Begoña
Ibáñez Abendaño
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